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Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que yo viviera, y voy durando, entre la oficina y la fisiología, en un estancamiento íntimo sin pensar ni sentir. Esto, desgraciadamente, es algo que no reposa: en la putrefacción hay fermentación.
Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que apenas sueño. Las calles no son sino para mí. Hago el trabajo de la oficina con conciencia de que lo hago, pero no diría bien si digo que sin distraerme: por detrás de esa conciencia estoy, no meditando sino durmiendo, otro siempre.





Hace mucho tiempo que no existo. Estoy tranquilísimo. Nadie me distingue de quien soy. Me he sentido ahora respirar como si hubiese practicado algo nuevo, o atrasado. Empiezo a tener conciencia de tener conciencia. Tal vez mañana despierte a mí mismo, y reanude el curso de mi existencia propia. No sé si, con ello, sería más feliz o menos. No sé nada. Levanto la cabeza /de paseante/ y veo que, por la cuesta del Castillo, el ocaso opuesto arde en decenas de ventanas, con una reverberación alta de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura, toda la cuesta está suave del final del día. Puedo por lo menos sentirme triste, y tener la conciencia de que, con esta tristeza mía se ha cruzado ahora -visto con el oído- el ruido súbito del tranvía que pasa, la voz casual de los conversadores jóvenes, el susurro olvidado de la ciudad viva.
Hace mucho tiempo que no soy yo.

Bernardo Soares

Photos: G. M.


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